Una de las últimas obras de Mario
Vargas Llosa toma el nombre de La
civilización del espectáculo. Así nos define el autor peruano. Y
seguramente no ande desencaminado. Somos hijos del exhibicionismo, amigos de
los pasatiempos, amantes de la distracción. Y, a estas alturas de la película,
ya no podemos encontrar ningún asunto demasiado grave ni demasiado estremecedor
que logre esquivar el escaparate, el foco de luz en el plató, el redoble de
tambores. Los lugares de exterminación se han convertido en centros de
peregrinación. Los epicentros del desastre se han transformado en lucrativas
ferias de calamidades donde solo los fogonazos de las cámaras fotográficas
iluminan la penumbra. Los templos del terror –en los que únicamente tendría que
hablar el silencio– están copados de ejemplos de nuestra confusión del respeto
con el comercio de los sentimientos. Merchandising,
tiendas de souvenirs, visitas
guiadas. El pabellón de exposiciones de nuestras fatalidades abre sus puertas.
¿Cuánto cuesta la entrada?
Recreo
Se
puede mantener vivo un recuerdo de muchas formas. Para recordar el dolor, ¿es
preciso llevar el morbo de viaje?
Auschwitz, antiguo campo de
concentración, es hoy día un campo de excursiones. Cámara en ristre, los
curiosos sacian su ansia de espanto: a la vuelta a casa, podrán enseñar a sus
amigos imágenes que atestigüen que estuvieron en el infierno de visita.
En Dallas, lugar en el que fue
asesinado el presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, un
autobús recorre –al módico precio de veinte dólares, y bajo el nombre JFK trolley tour– la ruta que siguió la
fatídica mañana del 22 de noviembre de 1963 la comitiva presidencial.
Algo semejante ocurrió en Nueva
Orleáns, donde se organizaron giras para mostrar a los viajeros el estado en el
que había quedado la ciudad tras el huracán Katrina.
En la actualidad, varios países
están barajando la posibilidad de perpetrar un magnicidio, provocar un ciclón o
iniciar otro holocausto porque el turismo mundial está ávido de nuevos parques
de atracciones.