Pensadlo: ser poeta no es decirse a sí mismo.
Es asumir la pena de todo lo existente,
es hablar por los otros, es cargar con el peso
mortal de lo no dicho, contar años por siglos,
ser cualquiera o ser nadie, ser la voz ambulante
que recorre los limbos procurando poblarlos.

Pasa y sigue (1952), Gabriel Celaya

jueves, 28 de noviembre de 2013

Dibujos animados


Seguramente, muchos niños han fantaseado alguna vez con la idea de atravesar la frontera del televisor con la intención de compartir peripecias y aventuras con sus amigos coloridos, con los compañeros de fatigas que les avivan la vida y prolongan la inocencia hermosa de su infancia. No es muy probable que los personajes de los dibujos deseasen lo mismo en el caso de que alguien sondease su opinión. ¿Querrían ser de carne y hueso unos personajes que en este mundo serían perseguidos? ¿Querrían los dibujos animados poner los pies en una tierra que desdibujaría su alegría y desanimaría su entusiasmo? ¿Querrían?  

 

 

Dibujos animados 

 

            Si los dibujos animados traspasaran la pantalla y conviviesen con nosotros, ¿qué les esperaría?

            Al Pájaro Loco lo encerrarían en el cuarto acolchado de un manicomio con una camisa de fuerza.

            A la Pantera Rosa la tildarían de afeminada y le lloverían los insultos de los homófobos.

            A Speedy González, buscavidas mexicano, los Estados Unidos no le pedirían el visado. Ya se encargaría de disuadir su entrada en el país el muro fronterizo.

            A la Abeja Maya la bañarían en insecticida.

            A los Pitufos les tocaría sufrir el apartheid: su llamativa piel azul desataría una oleada de racismo.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Prima de riesgo


Comprar deuda. Vender deuda. La deuda se ha convertido en el principal producto de intercambio entre las naciones. Exportamos precariedad, exportamos hambruna, exportamos desventura. ¿Quién pujará más alto en la subasta de nuestras lágrimas y nuestras desdichas? La ley de la oferta y la demanda nos ofrece penuria y nos demanda que sigamos confiando en las vilezas de los que mandan. Depreciamos la vida. Despreciamos la vida. La banca desbanca al gobierno: el ejecutivo es un consejo de accionistas. Los países ejercen de bancos: nos reparten caramelos que luego nos quitarán de la boca. Bancos que chupan la sangre en vez de donarla. Bancos sin respaldo para evitar que los ciudadanos apoyen la espalda y descansen. Estamos condenados a muerte: el mercado marca las horas que nos restan, y nosotros ni siquiera tenemos relojes de pulsera para saber cuánto tiempo nos queda. La coartada del recorte. Eufemismos: «recorte de gastos» significa ‘recorte de derechos’. No nos interesan los intereses financieros. Nos interesa el fin de las finanzas que finiquitan nuestros sueños. Prima de riesgo. No hay riesgo que valga. Los apostantes apuestan sobre seguro. Prima el privilegio. Prima el poder de las primeras potencias. Piden que primen los espasmos de la bolsa quienes, por norma, se embolsan más dinero. Priman los numeritos de una prima de riesgo que nos trata como si fuésemos primos.
 

 

 

La familia de Riesgo 

 

            El padre de Riesgo advirtió a Riesgo de que esta vida estaba diseñada para los atrevidos.

            La madre de Riesgo le hizo jurar que no sería un temerario.

            Los abuelos de Riesgo le aseguraron que en sus tiempos también hubo apuestas de secuelas imprevistas.

            La hermana de Riesgo le comentó que ella, por indecisa y pusilánime, no había pasado nunca de las aventurillas.

            Con las maletas hechas, los tíos de Riesgo le pidieron a Riesgo que se lo pensara dos veces antes de emigrar, recordándole el funesto caso de su hija.

            La prima de Riesgo había regresado llorando del extranjero y sin encontrar trabajo porque allá le habían dicho que no despertaba ninguna confianza.

viernes, 15 de noviembre de 2013

¿Qué récords vamos a recordar?



Se baten marcas a diario. Todos los días se superan barreras que parecían insuperables. Nuestra cultura, obsesionada con el éxito, tiene la misión de recordárnoslo. El libro Guinness –paradigma de nuestro amor por la cifra más alta, el ejercicio realizado en menos tiempo, el acontecimiento más duradero o la actividad ejecutada mayor número de veces– es el artefacto en el que se condensa este empeño. No obstante, el libro Guinness no recopila todos los récords: no nos muestra la cara oculta de la Luna, las plusmarcas del hambre, las plusmarcas de la injusticia, las plusmarcas de la miseria. El libro Guinness nos cuenta la mitad de la historia: la mitad encomiable, la mitad deslumbrante, la mitad que inflama el orgullo y despierta los aplausos. La otra mitad, la mitad patética y desoladora, está condenada al olvido y al silencio.
 

 

Guinness 

 

            El libro Guinness recoge quién es la persona más rica del mundo. ¿Alguien sabe quién ostenta el récord de pobreza?

            El libro Guinness señala quién es el multimillonario más joven. Nada dice sobre quién tiene la plusmarca de carencias a una edad más temprana.

            El libro Guinness incluye en sus páginas quién es el ser humano más longevo del planeta. ¿Alguien ha cronometrado cuánto ha durado la vida más corta?
 
 

sábado, 9 de noviembre de 2013

Ministerios




Los ministerios son un misterio. ¿Cómo se explica que las personas que lideran cada una de las ramas del árbol del Estado sean sistemáticamente las menos aptas y las menos capaces?, ¿cómo se explica que las autoridades sean las voces menos autorizadas?, ¿cómo se explica que los puestos de mayor responsabilidad recaigan siempre en los más irresponsables? Los cargos, eso sí, están exentos de cargo de conciencia. Para ser ministro no hace falta saber hacer, sino saber ignorar; no hace falta saber decidir, sino saber escurrir el bulto; no hace falta ser competente, basta con ser mezquinamente competitivo. Un texto muy breve de El sentido disidente de la fábula ilustra este sinsentido:  

 

Dime de qué presumes y te diré de qué careces
 

            Es ministra de Agricultura alguien que nunca ha plantado una semilla.

            Es ministro de Trabajo alguien que en su vida ha dado palo al agua.

            Es ministro de Hacienda alguien que defrauda.

            Es ministra de Servicios Sociales alguien que los privatiza.

            Es ministro de Cultura alguien que jamás ha leído un libro.
 

 




En otro orden de cosas –aunque sin abandonar el ámbito de las parcelas en las que se divide el poder del Gobierno como si fuesen las porciones de una tarta–, no parecen menos significativas la tergiversación y las tretas mediante las que bautizamos a estos departamentos.
 
 

            Al Ministerio del Embrutecimiento lo llamamos «Ministerio de Educación».

            Al Ministerio del Desempleo lo llamamos «Ministerio de Trabajo».

            Al Ministerio de la Ignorancia lo llamamos «Ministerio de Cultura».

            Al Ministerio del Abuso lo llamamos «Ministerio de Justicia».

            Al Ministerio de la Enfermedad lo llamamos «Ministerio de Sanidad».

            Al Ministerio del Hambre lo llamamos «Ministerio de Alimentación».

            Al Ministerio de la Parálisis lo llamamos «Ministerio de Fomento».

            Al Ministerio de la Desertización lo llamamos «Ministerio de Medio Ambiente».

            No es casual, si asumimos el lavado de cara con el que afrontamos cada tarea en la era de la apariencia y la necesidad de buena prensa, que el Ministerio de la Guerra –que así se denominó al área militar en España desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX– se llame hoy en día «Ministerio de Defensa».

 

 

 En la imperecedera novela 1984 –cuya trama parece más vigente y nos resulta más tristemente familiar con el paso de los años–, George Orwell nos puso sobre aviso. En la novela de Orwell, el partido único Ingsoc está formado por cuatro tentáculos: el Ministerio del Amor, encargado de infligir dolor; el Ministerio de la Paz, responsable de librar la guerra; el Ministerio de la Abundancia, dedicado a perpetuar las carencias; y el Ministerio de la Verdad, que se ocupa de borrar el pasado y reescribirlo a su antojo. Si George Orwell levantase la cabeza, se llevaría una sorpresa: 1984, más que una obra de ficción, es ya un ensayo histórico o un libro de texto.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Los números enmascaran


 
Vivimos tiempos en los que, paradójicamente, los números tienen la última palabra. Pero los números cuentan lo que les interesa. Callan más de lo que dicen y ocultan más de lo que enseñan. Los expertos que los manejan e interpretan los tienen bien amaestrados. La estadística, disciplina que pretende medir el abanico infinito de las actividades humanas, es el disolvente que finge disminuir la concentración de la desigualdad y el maquillaje que tapa las arrugas de las caras avejentadas por el dolor y la derrota.

 Me gustaría inaugurar este blog, que nace con el propósito de dar a conocer mis creaciones literarias, compartiendo uno de los textos que componen El sentido disidente de la fábula. 

 

Estadística 

 

            Stalin dijo: «Una muerte es una tragedia. Un millón de muertes es pura estadística».

            La estadística está para eso: para aniquilar las particularidades, para diluir los rostros en las cantidades. También se encarga de engañar a los números y desperdigarlos. Tiene el monopolio del promedio: el disfraz que mejor disimula que la fortuna se arrima al sol que más calienta y que los males tienen por costumbre cebarse con los mismos.

            Donde hay desigualdad, la estadística iguala.

            Donde hay descompensaciones y desequilibrios, la estadística manipula la balanza.

            Donde hay agravios y atropellos, la estadística borra las pruebas.

            No es que la estadística se olvide de las injusticias. Más bien, todo lo contrario. Su deber pasa por vacunarnos y hacernos inmunes a ellas.

            Por algo la estadística responde al nombre de ciencia del Estado. 
 

 

 

           

Eduardo Galeano, maestro al que admiro profundamente y cuyas reflexiones rescataré con frecuencia, escribió: «En economía, lo que parece nunca es. La buena suerte de los números tiene poco o nada que ver con la dicha de la gente. Supongamos que existe un país de dos habitantes. El ingreso per cápita de ese país, supongamos, es de 4.000 dólares. Ese país no estaría, a primera vista, nada mal. Pero resulta que en realidad uno de los dos habitantes recibe 8.000 dólares y el otro, nada. Y ese otro bien podría preguntar a los entendidos en las ocultas ciencias de la Economía: “¿Dónde puedo cobrar mi ingreso per cápita? ¿En qué caja lo pagan?”».

Eduardo Galeano, Ser como ellos y otros artículos